lunes, 8 de diciembre de 2014

De cómo un hombre quiso hacer fortuna con un invento ingenioso...y de lo que acaeció a los que hicieron uso de él

Este es otro fragmento de la tétrada "Cuatro historias pueblerinas", escrito entre marzo y abril de 2013

De cómo un hombre quiso hacer fortuna con un invento ingenioso
y de lo que acaeció a los que hicieron uso de él

Esta que voy a contaros es una historia que ha estado en las bocas de los habitantes del reino en los últimos tiempos, y ocurrió en el condado de Lahmkatze, que sigue siendo, sin que lo discuta nadie, el más bello en paisajes, pero igual de pobre que los demás en todo el reino de Schendler. Contaré, pues, que vivió allí un mensajero de nombre Gunther Allops, muy versado en leer direcciones en los mapas, pero muy poco hábil en el arte de hacer dinero, habiendo pasado su vida repartiendo misivas por treinta años y más, hasta que sus pies no pudieron soportarlo y hubo de retirarse para vivir con modestísima pensión, que no le alcanzaba más que para el sustento diario, sumado a una exigua diversión que poco le satisfacía. 
Una tarde, cuando se hallaba pensando en que ya para vivir no tenía ánimo, porque sus días eran los mismos sin nada que lo moviere, Allops se dio cuenta de que las cosas que comía eran también las mismas: la sal, el puerco, el té y sobre todo el azúcar que vertía sobre la taza, pues blanca era siempre, así como la monotonía de aquella su vida. Y se quedó tanto tiempo viendo el azúcar, que en un momento surgió en su mente la más grande iluminación que jamás tuvo, porque allí mismo se dijo que en mejorar lo que se come estaba la fortuna, y tanto ánimo halló con esa idea, que consiguió todos los tintes inocuos que en la naturaleza se hallaban, y con todo eso y su ingenio inventó un alimento maravilloso: el azúcar de colores. Con mucha prisa, Allops fue con su invento donde grandes mercaderes a convencerlos de sus bondades, y convencidos ellos, contrataron con su creador para luego, emprendiendo una enorme travesía, ir a persuadir asimismo a las gentes de todo el condado de que el azúcar blanca ya era cosa de olvido, porque teniendo a su lado lo que se les ofrecía, solo los grandes tontos continuarían vertiendo azúcar blanca día tras día sobre las infusiones, jugos o cualquier alimento endulzable que les apeteciere. 
El azúcar de colores fue un gran triunfo: los niños lo preferían celeste, rosado, amarillo y crema, mientras que las doncellas y caballeros se aprovisionaban con grandes cantidades de azúcar de colores violeta, aguamarina, verde y rojo bermellón. La empresa marchaba bien hasta que, dos meses más tarde, los niños del condado empezaron a mostrar ante sus padres cambios en la piel. A algunos se les notaba con más rubor en el rostro, mientras que otros lo tenían tan azulado que sus padres, espantados, acudieron a los médicos pensando que tenían problemas con la respiración. Recibidas las quejas, Gunther Allops y los mercaderes que habían puesto todos sus peculios en el invento hubieron de demostrar que aquello no era cosa de daño, para lo cual comieron ellos mismos, ante los ojos de todos, helados y pastelillos hechos con el producto, compartiendo el mismo banquete con sus propios hijos, a quienes hicieron tragarse una cantidad inhumana de viandas y chocolatines de azúcar violeta hasta que ya no les cabía más en el cuerpo, debiendo sacar de allí a los pequeños para que no volvieran los dulces sobre la gente, pues si así hubiera sido, todos hubieran pensado que era por causa del azúcar, lo cual hubiera traído grandes males a los que lo vendían.
Para el verano, ya los adultos se habían acostumbrado a ver a sus hijos así, porque los pequeños seguían con su vida de estudios y juegos sin ningún síntoma de mala naturaleza, pero entonces fueron los mismos padres quienes empezaron a cambiar de color, por lo que en medio de gran ruido acudieron a ver nuevamente al inventor y a los mercaderes para clamar por remedio, pero fueron nuevamente apaciguados con largos discursos acerca de lo no ofensivo del producto; es más, fueron prometidos de que bajaría su precio, con lo cual la gran mayoría se sosegó y pudo irse más tranquila a sus casas. Pero luego de esto, Gunther Allops temió que algo malo de veras pasaría, por lo que para salir bien librado, juntó todas sus cosas y huyó a una casa en los campos que se hizo edificar con las miles de coronas ganadas por su invento.
Con el tiempo, la gente empezó a agruparse entre ellos de acuerdo a su matiz. Las mujeres rojas solo aceptaban hombres rojos, los niños amarillos se peleaban de tal forma con los rosados que hubo que segregar los liceos, los partidos políticos tradicionales se disolvieron para transformarse en Partido Verde, Partido Rojo, Partido Aguamarina, Partido Violeta, etcétera. El problema se agravó luego de los comicios para elegir alcaldes, ganados por el Partido Aguamarina, que era el partido favorecido por Su Excelencia el Conde de Lahmkatze. Los miembros del Partido Verde no aceptaron los resultados, llamaron al conde ladrón y otros nombres indignos, lo cual provocó una ola de enfrentamientos entre las fuerzas de choque de ambos grupos, en las cuales se vaciaban unos a otros grandes recipientes llenos de pintura de sus colores distintivos, amén de palazos, empleo de hondas e imprecaciones de todo calibre. En venganza, los alcaldes aguamarinas lanzaron inmediatamente una serie de decretos discriminatorios, entre los cuales se les prohibía a los verdes sentarse en las bancas de los parques, comprar vino gasificado y acceder a las exhibiciones de marionetas. Ante tales atropellos, los verdes se reunieron inmediatamente en su local partidario y decidieron por unanimidad declarar la insurrección. Así, organizaron milicias, instalaron campamentos y buscaron apoyo en otros colores; pronto llegaron a un acuerdo con los rojos, pero, enterados de ello, los aguamarinas se aliaron con los violetas y todo el mundo empezó a abastecerse de municia cuando súbitamente, a punto de darse la primera batalla, hizo su aparición en la plaza principal del condado nada menos que el mismísimo rey en persona, proveniente de la Comarca Capital, quien se enteró de todo a través de sus espías. Temeroso de que la insurrección se extendiera hacia la corte, había llegado de incógnito al condado, se mostró ante todos los coloreados y habló así para aplacar los ánimos. 
 — Amadísimos vasallos deste bello condado, amado como ninguno — pronunció —. No os enfrentéis de esta manera tan cruenta por causas no merecedoras. No debéis pagar con las vidas de vuestros vástagos las ofensas ajenas, porque si reflexionáis bien las cosas, os daréis cuenta de que todo esto solo tiene un responsable: el que llevó a vuestros hogares el azúcar de colores. 
Un rugido de aclamación provino de la turba allí reunida, la cual inmediatamente tomó el camino más corto hacia la casa de campo de Gunther Allops, provistos de antorchas y hachas, amén de otros implementos adecuados para la destrucción. Apostáronse todos ante la puerta, y tras exigir a gritos la salida del dueño, para ser juzgado por crímenes inenarrables, mas todo lo que imaginativamente le añadieron a su persona, al notar que no había respuesta alguna irrumpieron a la fuerza derribando portones y deshaciendo jardines y ventanas. Pero nada de justicia pudieron hacer del inventor estas gentes, puesto que la cabeza de Gunter Allops se hallaba inclinada sobre la mesa de su cocina, donde solía tomar desayuno, al lado de una taza de té de Siam, colocada junto a una bandeja colmada de un azúcar que nadie había conocido todavía: una porción enorme y lustrosa, a medio consumir, de azúcar extraordinariamente negra…

viernes, 11 de julio de 2014

La viuda del herrero (cuento)


 Doña María Antonia del Carmen Sayritupac, viuda del herrero Arístides Cayari, odiaba las procesiones. Las odiaba desde el día que su hijo, cargador de la venerada Virgen de su pueblo natal, por una mala maniobra del conjunto, cayó bajo el peso de la sagrada imagen, a raíz de lo cual sufrió heridas graves en ambas piernas. Allá, en su pueblo escondido, María Antonia no tenía medios para tratarle adecuadamente las fracturas. Cuando vieron que las heridas eran peores de lo que pensaban, ella y su cuñado, Julián, lo trajeron a Lima, pero ya era tarde: la gangrena había hecho estragos en su organismo y murió, a los 25 años, de una septicemia, en medio de agudos dolores.

La mujer no regresó más a su pueblo. Maldiciendo a las sagradas imágenes, le anunció a Julián que se quedaría a vivir en Lima, cerca de la Plaza Manco Cápac, en el departamento de una pariente lejana, Etelvina, a quien no veía desde los doce años. A esa edad, a María Antonia le dio una extraña fiebre, que la dejó tan maltrecha, que provocó que Etelvina fuera llevada a la capital por sus padres, para evitar ser contagiada. Julián habló largamente con Etelvina, dejando en claro que, por su condición actual, su cuñada no debería caminar por las calles sin compañía, o hacer otros menesteres sola, tras lo cual le dijo que les mandaría dinero todos los meses, se despidió de ambas mujeres y regresó a su tierra.

Cuando llegaban los días de octubre, María Antonia era la única vecina de su cuadra que no iba al centro de la ciudad, siquiera una vez, para saludar al gran Cristo de Pachacamilla, tan venerado por la gente victoriana; prefería quedarse en casa, con el alma agostada por la pena, recordando a su hijo muerto y a su fallecido esposo. Se ponía a hacer pastelillos o cualquier otra cosa que no se relacionara con aquello que odiaba. En noviembre, cuando el humilde Cristo de la parroquia distrital salía en su breve recorrido por las calles aledañas, se deshacía de la vigilancia de Etelvina para cruzar la calle García Naranjo, dejando atrás las factorías y se metía en un pequeño restaurante, ocupando la mesa más alejada de la puerta, donde nadie le decía nada puesto que ya la conocían. Luego de que la pequeña procesión se disolvía, Etelvina iba a buscar a la doña para llevarla de nuevo al edificio, pues sabía perfectamente dónde encontrarla.

Pero llegó un año en que las cosas fueron diferentes. El Arzobispado anunció que el Señor de los Milagros, el que convocaba a multitudes, recorrería  la Avenida Grau, tomaría 28 de Julio, pasaría frente al departamento de la mujer y desembocaría en la parroquia local, en horas de la noche. La doña no podría refugiarse más allá de las factorías porque a esa hora el restaurante y todos los locales públicos estarían cerrados. María Antonia, entonces, decidió hacer algo peor. No perdió tiempo y empezó a acumular, en la azotea del edificio, botellas vacías, latas, piedras y hasta un par de sillas rotas, con el evidente propósito de efectuar una maldad desmesurada, algo en lo que no mediría las consecuencias.

Por supuesto, Etelvina estaba al tanto de eso, pero no se atrevió a hacer nada, incapaz de creer que esa mujer famélica, de manos cuarteadas y ojos desprovistos de vivacidad, pudiera maquinar un hecho terrible, diabólico; por las tardes le hablaba de cosas que la distrajeran, salían ambas a saborear una empanada, o a beber algún jugo de piña, pero María Antonia, al ver a los vendedores de estampas, escapularios y turrones acumulándose en los alrededores, difícilmente esbozaba una sonrisa, muy raramente mostraba una emoción, signo inequívoco de tener todo absolutamente planeado.

 La noche anterior a la procesión, María Antonia del Carmen soñó con un terremoto devastador. La gente corría atropellándose, despavorida, los niños no encontraban a sus madres, los techos caían como hojas de otoño. Cuando la tierra se quedó, por fin, quieta, cuando el humo levantado empezaba a disiparse dejando ver los escombros, la mujer se fijó en la extraña vestimenta de todos los habitantes de ese lugar, rústica y de otra época. Entonces empezó a caminar, hasta que finalmente vio una pared de adobe con la imagen pintada de un Cristo, pero no intacta sino deshecha, totalmente irreconocible, llorada de inmediato por toda la gente morena que había empezado a congregarse.

Por la mañana, María Antonia se levantó muy tarde. En un quiosco de periódicos, acompañada por su amiga, vio cómo se exaltaba la imagen del Cristo Morado que ahora pasaría frente a su vivienda. Esa noche, en su departamento, se colocó junto a la ventana, esperando la primera señal de la presencia del objetivo de su venganza. Las luces le parecieron cada minuto más débiles, pero finalmente, un destello que indicaba una marejada humana apareció en la avenida, un destello lejano aún pero suficiente para que la mujer se pusiera en alerta.

El Señor avanzaba con su tradicional lentitud, lo cual le dio tiempo a la mujer de leer un diario antes de subir a la azotea y consumar lo planeado. Casi una hora después, cuando ella ya casi estaba por quedarse dormida debido a la larga espera, María Antonia se sobresaltó. Una bombarda había estallado frente a su ventana; al asomarse, la mujer comprobó que la imagen ya estaba muy cerca. Subió a la azotea; al llegar cogió una piedra enorme y, cuando estaba a punto de arrojarla, Etelvina, que la había seguido hasta allí, le cogió el brazo de inmediato.

    — ¿Qué ibas a hacer, Antoñita? ¿Te das cuenta de la cantidad de gente que hay abajo?
    — Pero, Ete, ¿cómo puedes estar tranquila con toda esa bulla, con esas bombardas, esas trompetas del fin del mundo y todo ese laberinto de…?
    Doña Etelvina sacudió a su amiga con ambas manos y la miró con ojos de absoluto asombro, al tiempo que María Antonia se quedaba rígida, respirando rápido, abriendo los ojos de la misma manera.
    — ¡Pero, Antoñita! — exclamó Etelvina — ¡Si tú eres sorda desde que te dio esa fiebre, a los doce años!

María Antonia, lentamente, soltó la piedra que aún conservaba en la mano; se apartó de los brazos de la otra mujer, se dirigió al filo de la azotea y empezó a observar aquel fervoroso gentío. Y mientras doña Etelvina salía corriendo de la azotea hacia los departamentos, gritando “milagro” en cada uno de ellos, la otra mujer se quedó allí, muy largo rato, como una estatua viviente, hasta ver cómo la imagen era dejada en la parroquia, en medio de todo el color morado y el olor de todas las cosas que acompañan al culto de quien todo lo puede.

La mujer no durmió esa noche sin sentir ningún cansancio, y no solo eso, sino que cruzó la calle sola en la madrugada y empezó a rezar oraciones que ya creía olvidadas; pero estas no fueron las únicas cosas que habían cambiado en ella, porque la cosa más inimaginable, la más milagrosa, ocurrió de inmediato: esa madrugada, fría en la piel pero cálida en las almas, Doña María Antonia del Carmen Sayritupac, viuda del herrero Arístides Cayari, dejó de odiar para siempre a las procesiones.

sábado, 26 de abril de 2014

Ceremonia del Cuento de las 1000 Palabras - Caretas (Edición 2013)




La ceremonia se llevó a cabo en el Museo de Arte Contemporáneo de Lima (MAC) el 28 de marzo de 2014.

viernes, 14 de febrero de 2014

¿Miembro de mesa? Nunca más...


En diversos procesos electorales, más de una vez he sido miembro de mesa involuntario. En la primera vuelta de las elecciones de 1990 compartí la mesa con una petulante personera del FREDEMO, que tuvo que retirarse con el rabo entre las piernas tras haber estado proclamando que su candidato iba a ganar con relativa facilidad. En otras dos elecciones me tocó compartir la terna con una señora que no se quedó para el escrutinio en ambas ocasiones, argumentando que tenía en casa una lactante (aunque la segunda vez la señora ya pasaba de los cincuenta).
Pero la última vez y, para mí, la que definitivamente será la última, fue en la reciente revocatoria de 2013. Ninguno de los tres titulares vino a instalar la mesa (aunque después acudieron a votar, claro). Me quedé yo en el salón de clases designado, junto con otros dos integrantes de la cola y todo iba bien hasta que apareció el típico tonto que tenía el DNI enmicado y le pusimos el sticker encima de la mica. Hubo que retirar el sticker, que quedó dañado. para colocar otro correctamente. Lamentablemente, el que retiramos no se pegó al papel en el que vino adherido y se cayó, desapareciendo por completo de la vista.
Al terminar el escrutinio, se apersonó la típica voluntaria frívola sabelotodo de la ONPE, que verificó que faltaba un sticker y no nos quería dejar salir del salón de clases. "Esto no puede pasar, tienen que hallarlo, si no esto es motivo de una denuncia". Uy, qué miedo, pensamos todos, a juzgar por nuestras miradas. Luego de revolver todo, le dijimos que no era posible encontrarlo y ella salió. Al poco rato regresó y dijo textualmente: "He consultado con el jefe y la única solución es que uno de ustedes le quite el sticker a su DNI y lo ponga con los otros".
Los miembros de mesa nos quedamos pasmados. Lo que proponía esta niña sobrecalificada era evidentemente inviable, porque, en primer lugar, despojar a un ciudadano de su constancia de votación es completamente ilegal (lo cual me dice que seguramente nunca "consultó" con el jefe) y, en segundo lugar, si alguno de nosotros hubier ahecho eso, el sticker se hubiera dañado igual que el que se perdió.
El presidente de mesa tuvo que salir a hablar con un delegado de la ONPE para decir que nosotros habíamos accedido voluntariamente a ser miembros de mesa, y añadir que tenía problemas de hipertensión y otras cosas, para que nos dijeran que anotáramos el incidente en el acta y punto. Fuimos los últimos en dejar el colegio. Pero eso sí, para las elecciones de noviembre voy a votar a la una de la tarde. En dicha ocasión sí recordaré cuál es el país en el que vivimos.

Imagen tomada de aquí: http://www.muyinteresante.es/historia/preguntas-respuestas/ide-donde-viene-el-termino-qsufragioq